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Cuento: esa calle

Por muchos años pasé por esa calle. La he transitado de día, de noche, conduciendo y caminando. No cabe en mi cabeza que algo así pudiera pasarme a mí. Precisamente esa vez, después de la cita de mis sueños, con la mujer que definiría el camino de mi vida, ¡no podía ser! Yo no estaba preparado para eso. Sólo detenerme a pensar lo que pudo significar: ¡el fin de mi vida!, literalmente. Eso sin hablar que le pude arruinar la vida a ella. Me da tanta pena encararla ahora. Sobre todo cuando sigo esperando su “sí”. Pero después de lo de ese viaje, veo muy difícil llegar a mi meta.


Cuando me dieron la oportunidad de reunirme con ella, sabía que ese era mi momento. Al fin la convencería de cerrar el trato. Lograría mi ascenso, pasaría de ser mi jefa a mi colega y no tendría que volver a aquella oficina apestosa y lúgubre. Preparé todo con sumo cuidado: La cena en el restaurante El Griego; me peiné, mejor que nunca; usé un poco de loción detrás de las orejas. Mi portafolio era impecable. La reunión estuvo amena, no fue seria, fue de confidentes. Antes de irnos le escribí a mi hermano por Whatsapp. Me di cuenta que la carga del teléfono estaba muy baja y no había previsto llevarme el cargador. Pero no importaba. El último paso era regresarla al hotel sana y salva y agradecerle por las puertas que me abría.


Ella se sentó atrás. No es de las que se sientan en lugar del copiloto con un hombre medio desconocido. Así es ella, siempre ejerciendo su posición de superioridad ante los demás. Es una dama elegante, pero, ante todo, precavida. Estuvo bien. Íbamos charlando, nada importante en realidad. Yo estaba tratando de ubicar el hotel al que debía llevarla. Volví a preguntarle el nombre. “Jardines”, respondió. No me daba la batería para buscarlo en el Waze. Pero ella me dio algunas indicaciones y con toda confianza crucé en “esa” calle.


A un par de metros de la esquina, pegué un frenazo. Mi acompañante rebotó contra el sillón de enfrente. Una anciana que me esquivó en su carro me alegó: “¡Desgraciado, ni yo que uso anteojos estoy tan ciega!”. Definitivamente no quería morir en ese momento, pero si no giraba “en U” lo antes posible, me ejecutaría yo solo chocando con algún auto que viniera hacia mí. Traté de disimular diciendo a mi acompañante: “¡Qué extraño! Como que acaban de cambiar las vías. Juraría que por aquí era, pero no hay problema. No pasó nada”. Ella no dijo nada, creo que del susto se tragó sus palabras o es tan discreta como me han dicho. Por gracia divina llegamos a salvo al hotel. La dejé en la puerta y me agradeció por el viaje con una voz seca. Dijo que esperara su correo electrónico. No me sonrió, ni me vio de frente ¡Pendejo! Sentía una compresión en el pecho, los hombros tiesos, la espalda floja y el cuello me ardía. Hasta que no entró al hotel no pude respirar por completo. Pero mi cabeza seguía caliente y creo que pude haberme puesto a llorar después de eso. Pero como suele suceder en momentos así, entre menos lo piensas mejor es para no sentirlo.


Me volví a mi casa, derrotado. Pero el remate fue cuando el celular ya estaba cargado y entró un mensaje de mi supervisor preguntando: “¿Qué pasó?”

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